“El paisaje es para Latinoamérica lo que las catedrales son para Europa”. Esta frase, de la arquitecta Cazú Zegers, la escribió algunos días atrás Pablo Allard en una columna de este mismo diario. No sólo se trata de una síntesis precisa de cuál debiera ser el principal atributo a potenciar por las naciones de nuestro continente -algo que Perú ha entendido muy bien usando las líneas de Nazca como marca país-, sino que se trata de una reflexión fundamental para construir la identidad hacia adentro y hacia fuera de Chile, y también, en lo particular, de Santiago.
Recientemente fui invitado a un programa de televisión en el cual me tocó discutir sobre la identidad arquitectónica de nuestra capital. Como muchas veces sucede, se comparaba desfavorablemente a Santiago con ciudades del Viejo Continente que tienen una homogeneidad de estilo en sus edificios, lo que ciertamente hace muy fotogénicas a esas urbes.
Mi argumento en favor de Santiago apuntó a dos características esenciales de la Región Metropolitana: somos una ciudad sísmica y estamos rodeados de un impresionante cordón montañoso. Es decir, no hay arquitectura histórica que hubiese podido resistir en pie la condición telúrica y tampoco hay arquitectura presente ni futura que pueda competir con las alturas de nuestra cordillera.
Un notable ejemplo es la torre del Costanera Center. Si bien es cierto que esta edificación es cada vez más protagonista de la postal con que el turista identifica a Santiago, basta una foto que muestre la diferencia de tamaño entre la torre más alta de Latinoamérica (300 metros) y las cumbres que la enfrentan para hacer que esta construcción deje de ser un gigante de hormigón y se convierta en una pequeña hormiga. Ya sea el cerro Pintor, el Littoria, el Leonera, Punta Hermandad, Parsifal, Punta Verde, y el más conocido y más grande de todos, El Plomo, cualquiera de estas cumbres, que juntas conforman el macizo que domina nuestra ciudad hacia el oriente es, por lo bajo, 13 o 14 veces más alta que la famosa torre. Tan poderoso es este espectáculo geográfico, que el cerro Manquehue, ese que tan grande se ve el plano de la ciudad, aparece también como un cerrito en comparación con estas bestias.
Por favor, preguntémonos: ¿Cuántas ciudades en el mundo están rodeadas de esta majestuosa, extraordinaria y gigantesca mezcla de roca, glaciares y hielos eternos? ¿En cuántas urbes de más de seis millones de habitantes se puede subir hasta 5.424 m de altura (eso mide El Plomo) empezando el trayecto a pocos kilómetros de la puerta de la casa? ¿Se da cuenta de lo que significa vivir en esta joya de paisaje geográfico que da la posibilidad de hacer ascensiones durante el día a lugares como el Pochoco, Alto de Cantillana, el Provincia, el cerro Minillas y tantas otras cumbres de nivel bajo, medio o alto?
Y los colores. ¡Los colores! Esas tonalidades que toman nuestras cumbres en las distintas épocas del año, esas capas maravillosas de montañas superpuestas que se ven con la salida del sol muy temprano, esos atardeceres naranjos que se pueden fotografiar desde todo tipo de alturas y en todo tipo de épocas, todo eso constituye un patrimonio que convierte a Santiago es una ciudad infinitamente privilegiada. Vivimos insertos en un paisaje único, algo que arquitectos como Cazú Zegers, Carlos Martner o Teodoro Fernández han logrado ver y comprender. Sólo falta que nosotros, los santiaguinos, hagamos propia la magnitud del regalo que nos ha hecho la naturaleza y nos sintamos muy, pero muy orgullosos.