Aquél día era lo que muchos describirían bajo el cliché de un perfecto día de otoño: viento suave en la cara, plácidos rayos de sol y una temperatura exacta, ni tanto frío, ni tanto calor. En síntesis, era de esos típicos días en los que te imaginas caminando entre las calles mientras absorbes un poco de vitamina D y te dejas llevar por tus pasos. Así que tomé mi mochila y eso hice. Partí rumbo a Barrio Italia.
Barrio Italia tiene algo muy especial que me gusta y me asusta al mismo tiempo: está en constante cambio. No era la primera vez que venía, de hecho suelo frecuentar el lugar porque me declaro una fanática de esa magia de poder caminar mientras paso de tienda en tienda, de café en café, de restaurant en restaurant, y qué mejor si siempre los hay nuevos. Iba dispuesta a sorprenderme una vez más.
Así que llegué, me bajé en metro Santa Isabel y emprendí rumbo. Me daban la bienvenida los mueblistas que se concentran sobre todo en la calle Caupolicán. Los talleres son incalculables y la simpatía de sus dueños y trabajadores lo es también. La mayoría de ellos trabaja a las afueras de sus locales y dejan a la vista de los transeúntes el talento que han acumulado por años. Cortan, lijan, tallan y dan nueva vida a antiguos muebles así como manufacturan nuevos.
Desde un principio, Barrio Italia nació como un barrio principalmente dedicado a la artesanía, ello gracias a los inmigrantes de distintos países que enseñaron el oficio. Entre los mismos residentes se generó un activo comercio, influenciado principalmente por la cultura italiana, al que luego se unieron una nueva ola de artistas, diseñadores y fanáticos de todas las expresiones de arte posibles dando resultado al Barrio Italia que conocemos hoy: galerías y galpones que mezclan lo antiguo y lo nuevo, convergiendo todo hoy en día en un mismo lugar.
Pasé un buen rato en aquello que me había motivado a ir aquél día a Barrio Italia y me perdí entre las calles. Las más conocidas son Estación Italia y Galería Caupolicán, la que suele ser reconocida por las llamativas figuras geométricas en tonos pastel en sus paredes. Dentro de ellas habían pequeñas tiendas: ropa, zapatos, decoración, papelería, disquerías. En todos ellos, reinaban la originalidad y la creatividad. Pausa. Necesitaba un café.
Para alrededor de las 07:00 de la tarde el día daba paso a una noche fría, así que opté por el Café de la Candelaría (ubicado convenientemente dentro de una galería en Av. Italia 1449) y cogí una de las mantas de polar sobre las sillas mientras me ubicaba estratégicamente cerca de una estufa -sí, soy lo que muchos llamarían “friolenta”-. Mientras estaba en eso, un mensaje de un buen amigo confirmaba su compañía para ir a comer en un rato más a El Camino, una barbacoa al más puro estilo tejano ubicada también en Barrio Italia y que esta vez no me iría sin visitar.
Nos encontramos con Héctor y nos dirigimos al lugar. Sin embargo, en el camino, nos vimos tentados a cambiar de opción: se trataba de Cappetti, una trattoria italiana que ya a las 08:30 de la noche figuraba bastante concurrida. Héctor me detuvo. “Claire, ¡no puedes dejarme con las ganas de comerme una hamburguesa!”. Tenía razón. Las pastas y la música en vivo tendrán que esperar (aquí un dato de rigor: ¡todos los martes y jueves por la noche tienen a artistas invitados!).
Entramos a El Camino y nos dirigimos a lo que nos convocaba. Dos hamburguesas por favor. El lugar es conocido por una en especial: la de pulled pork, que es una mítica preparación americana que requiere horas y horas de cocción y reposo de la carne para que quede jugosa e impregnada de los sabores. Se deshace sola, literal. Sin palabras. Así terminaba mi día en Barrio Italia. Héctor estaba feliz, había comido su hamburguesa.