Si tuviera que definir el barrio La Chimba en pocas palabras lo haría con estas: “epicentro gastronómico”. Si pudiera agregar más palabras y darle actualidad, sumaría la palabra “multicultural”.
Desde antaño, la historia de este barrio ubicado a las orillas del río Mapocho y que se reparte entre las comunas de Independencia y Recoleta ha debido su fama a los mercados que emergieron en él, y es esto aun lo que le sigue dando tanta vida hoy.
Mi jornada partía así, saliendo del metro estación Cal y Canto, la más cercana al lugar junto con la de Patronato. Caminé y tomé Av. Santa María, en dirección al Mercado Tirso Molina. Se acercaba la hora de almuerzo y los rumores capitalinos dicen que el segundo piso del lugar conserva los secretos culinarios mejor guardados de Santiago.
Me abordaron los entusiastas hombres y mujeres que día a día seducen a los comensales por que pasen a las mesas de su local. Me senté en el local de nombre León de Judá y donde su mismo dueño, don Víctor, se acercó para atenderme.
Con el lugar lleno y apenas dos otras personas trabajando, mi comida no demoró en llegar y probé el plato que según él era uno de los más solicitados y uno de los mejores regalos de nuestros vecinos peruanos, el lomo saltado.
Pregunté qué otros almuerzos salían con frecuencia y me dijo que con frío o calor, el clásico chileno de los porotos con rienda también era uno de los favoritos.
Seguí mi tramo y habiendo saciado el hambre podía divagar con mayor tranquilidad por La Chimba. Salí del Mercado Tirso Molina y caminé en dirección a la Vega Central, no sin antes pasar a echarle una mirada a la cantidad abismante de arreglos de florales de la Pérgola de las Flores Santa María, donde los dueños de un oficio de años atienden los locales que han sido parte de una tradición familiar. Rosas, girasoles, margaritas y otras daban vida al lugar.
“Después de Dios está la Vega” rezaba el mural que me daba la bienvenida al mercado más emblemático de Santiago. A lo lejos se oían ya los gritos de los trabajadores del lugar, acentos de todo color y sabor.
El solo hecho de entrar al lugar era de por sí una experiencia en sí misma. Era algo así como transportarse a 10 países al mismo tiempo. Mientras deambulaba y observaba la inmensurable cantidad productos y variedad de frutas y verduras, quienes trabajan en La Vega Central me explicaban que la llegada de inmigrantes ha añadido un valor incalculable al lugar.
Uno de ellos fue Venus Bonilla, mujer de origen ecuatoriano que llegó hace más de 15 años a Chile y que en su negocio ya tiene lo que en Chile llamamos “caseros”, término referente a aquellos clientes que en pocas palabras, no fallan.
Me paseé sin rumbo específico alguno, perdida en el sinfín de pasillos mientras tomaba un jugo de mango y piña, mezcla excepcional que me llevé por 1.400 pesos. Vecina de la Vega Central es la Vega Chica, donde la tónica se repite pero vale la pena de igual forma que La Vega Central.
Como dato, si no quieren limitar este recorrido a una experiencia únicamente gastronómica, pueden enriquecerla también visitando la serie de iglesias que se reparten en el barrio, como la Iglesia la Viñita, la Iglesia y convento de la Recoleta Franciscana y la Iglesia y convento de la Recoleta Domínica, así como también pasar por el Centro Cultural Estación Mapocho o seguir hacia la zona del Barrio Patronato.